martes, 16 de diciembre de 2014

Tienda de antigüedades

    La imparcialidad me tenía cegado. Apartando todo lo demás, la escena que estaba viviendo me causaba gracia no por lo absurdo que surgía de una charla a la que no se le veía ningún valor de régimen connotativo como era de esperarse, sino que se salía del contraste temático del cual debía tratarse.
    En ese entonces pensé para mí mismo -a lo mejor me están jugando una broma-.
    Rasqué mi cabeza al instante en que deduje que no tardarían en presupuestar las condiciones en las que se encontraban las supuestas jarras antiguas que parecían darme señales de que alguien las había alterado con un pincel en los bordes superiores, que era justamente lo que estaba criticando al momento de ojearlas antes de comprarlas.
    No parecían ser auténticas. Entonces, sólo terminé pagando el juego de cubiertos de plata que indudablemente quise llevar a casa.

    Seguir la corriente en un momento así, cuando trataban de sacarte el dinero con cosas que quizás ellos mismo hicieron con barro mientras le colocaban una etiqueta que las exhibía como piezas verdaderamente antiguas…, no me parecía algo que tuviera que soportar por mucho tiempo. Salía de mí la razonable situación que me diagnostica como alguien normal ante tales circunstancias en las que se ve uno realizando la compra, teniendo el final esperado de la conversación y girando discretamente en plena entrada para dar gracias, y despedir con un hasta una próxima para luego cerrar aliviado la puerta de la tienda. Ese día fue diferente, incluso hubo un momento cuando cierto sujeto del personal encargado de llevar mercancía pesada hasta el estacionamiento, movió con subrepticio uno de los jarrones chimbos esos que ahí tenían. Debió ser para ocultar el mal brillo fantasioso que ni tenía.
    En ese entonces, levanté mi mano hasta señalarlo y decirle…
    -¡Oiga! Lo estoy observando, ¿he?
    Este enseguida agacho la cabeza en señal de rectificación.

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