La imparcialidad me tenía cegado. Apartando todo lo demás, la escena
que estaba viviendo me causaba gracia no por lo absurdo que surgía de una
charla a la que no se le veía ningún valor de régimen connotativo como era de esperarse,
sino que se salía del contraste temático del cual debía tratarse.
En ese entonces pensé para mí
mismo -a lo mejor me están jugando una broma-.
Rasqué mi cabeza al instante
en que deduje que no tardarían en presupuestar las condiciones en las que se
encontraban las supuestas jarras antiguas que parecían darme señales de que
alguien las había alterado con un pincel en los bordes superiores, que era
justamente lo que estaba criticando al momento de ojearlas antes de comprarlas.
No parecían ser auténticas.
Entonces, sólo terminé pagando el juego de cubiertos de plata que
indudablemente quise llevar a casa.
Seguir la corriente en un
momento así, cuando trataban de sacarte el dinero con cosas que quizás ellos
mismo hicieron con barro mientras le colocaban una etiqueta que las exhibía
como piezas verdaderamente antiguas…, no me parecía algo que tuviera que
soportar por mucho tiempo. Salía de mí la razonable situación que me
diagnostica como alguien normal ante tales circunstancias en las que se ve uno
realizando la compra, teniendo el final esperado de la conversación y girando
discretamente en plena entrada para dar gracias, y despedir con un hasta una
próxima para luego cerrar aliviado la puerta de la tienda. Ese día fue
diferente, incluso hubo un momento cuando cierto sujeto del personal encargado
de llevar mercancía pesada hasta el estacionamiento, movió con subrepticio uno
de los jarrones chimbos esos que ahí tenían. Debió ser para ocultar el mal
brillo fantasioso que ni tenía.
En ese entonces, levanté mi
mano hasta señalarlo y decirle…
-¡Oiga! Lo estoy observando, ¿he?
Este enseguida agacho la
cabeza en señal de rectificación.
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